En el corazón de un caserío de penumbras, un alma solitaria se desplaza entre los recovecos de la noche, encadenado por una promesa sellada en el recuerdo de sus progenitores. Su silueta, velada por el misterio, se erige como un heraldo del terror para la malevolencia, un guardián sigiloso que rehúye la ovación para abrazar la rectitud. Su arsenal se compone de ingenios de la ciencia más vanguardista y una mente aguda que desafía la de sus oponentes.
A pesar de su empresa titanica, un antagonista emerge para retarlo de una forma sin precedentes. No persigue el lucro ni la supremacía, sino el desquicio, el derrumbe moral de una colectividad que considera corrompida hasta la médula. Este nuevo adversario es una manifestación de la desmesura, un heraldo del desorden que halla placer en la demencia, llevando al protagonista a reevaluar los linderos de su propio credo.
El enfrentamiento entre ellos no es meramente corporal, sino una colisión de filosofías. Unos encarna la estabilidad y el anhelo, mientras el otro personifica el desgobierno y la desazón. En este juego de reflejos, el adalid se ve impelido a ofrendar más de lo que jamás concibió, desvelando la tenue frontera que divide al salvador del monstruo al que se enfrenta. Su crónica es una lucha interior tan profunda como su combate por redimir la urbe, evidenciando que a veces, el más grande némesis es la propia imagen que uno contempla en el cristal.
