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por Saturno (397.053 puntos) hace en Concursos

Géneros: Gótico rural, realismo mágico, terror atmosférico, terror liminal contemporáneo, novela experimental, vanguardias (surrealismo).

Idea y redacción: Kevin.

Inspirado en un acontecimiento real (el viaje y la tienda de circo).

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Gracias por venir

La primera vez que lo conté nadie me creyó. Íbamos de excursión a un bosque. Cabe aclarar que ya de por sí la expedición fue mal gestionada. Los días eran lluviosos, los juegos eran repetitivos y bastante aburridos, etcétera. Pero un  día me ocurrió algo muy extraño. Caminando por el bosque, nos encontramos una carpa de circo enorme de un color rosa descolorido, se notaba vieja y también estaba agujereada. El resto lo supe mucho después: hay recuerdos que se deshilachan cuando uno intenta coserlos.

Nos llevaron con chubasqueros finos, de esos que se pegan al cuello con velcro y hacen ruido de bolsa. Matías y Xavi competían por quién hundía más la bota en el barro; Carla contaba los segundos entre relámpago y trueno, y Lucas mordía una barrita de muesli que jamás terminaba, como si mascar algo lo mantuviera fuera del tiempo. Yo miraba mis cordones enlodados y pensaba que aquel viaje no tenía arreglo. La profesora de Educación Física, con un silbato colgado del cuello y el pelo pegado a la frente, nos dijo que había una zona despejada "más adelante" para desayunar. "Más adelante" resultó ser una tienda de circo plantada en mitad de pinos, con la tela colgando en jirones.

No había camiones ni caravanas, ni postes eléctricos. Solo la lona rosa, tensada entre mástiles que parecían crecer del suelo como troncos adicionales, y un penacho de cuerda empapada que colgaba de lo alto y goteaba. A los pies de la entrada, en el barro, alguien había dejado un globo desinflado con estrellas plateadas. Carla lo levantó con dos dedos, lo miró como se mira una medusa y lo dejó en el mismo sitio.

A lo raro se le pueden poner palabras si uno se fuerza: la irrupción de lo inesperado en un entorno, un elemento fuera de lugar que no casa con nada de allí. Aquel día me topé cara a cara con lo raro. Imagina cruzar un bosque y encontrarte una maldita tienda de circo en mitad de la nada absoluta. Sentí inquietud. Pero fuimos allí, claro, porque había que desayunar; y luego, porque llovía sin tregua, también a jugar. La carpa fue, por aquel rato, nuestro lugar de estadía.

Dentro olía a algodón dulce rancio y lona húmeda. Bajo la planta se hundía una moqueta esponjosa empapada que bebía el agua de nuestras suelas. La luz no venía de ninguna parte reconocible: no vi cables, ni generador, ni farolas, y sin embargo había una claridad lechosa, como si el día se filtraba a través de la tela. Las sombras se proyectaban al revés: cuando yo levantaba la mano, la sombra parecía contestarme desde otro ángulo. Matías dijo en voz baja: "Se ve más grande por dentro". Le di un codazo para que callara, pero lo pensé yo también.

Nos sentamos en sillas plegables que se abrían con un crujido de metal cansado. En una esquina quedaba un pequeño escenario con pintura descascarada y un cajón con tizas; alguien había trazado una sonrisa roja en la madera, a falta de labios. Sobre la lona, pegados con cinta en los mástiles, carteles descoloridos en un idioma que no reconocí: letras curvas, acentos extraños, un par de palabras que parecían de otra parte. En dos de ellos, el mismo rostro: una nariz redonda, blanca; los ojos pintados demasiado juntos; un nombre escrito con caligrafía infantil: KEVINCITO. Matías leyó en voz alta y se rió; la profesora le pidió silencio.

Alguien, supongo que otro grupo antes que nosotros, había pintado en el suelo una rayuela torpe con tiza. Jugamos porque no había otra cosa. Hicimos también el juego de las sillas, con música que no venía de ninguna parte y que no terminaba la melodía: una especie de órgano de feria que resoplaba tres notas, se quedaba a medias y volvía a empezar. Nadie quería decir en voz alta que lo oía.

Cuando uno está en un sitio que debería estar lleno pero no lo está, se comporta como si hubiera alguien más. Yo asentía a cosas que no se decían; Carla se dio vuelta varias veces al sentir un cascabel itinerante que sonaba lejos, cerca, y luego desde arriba; Lucas dejó la barrita a medio comer y se frotó las manos, dejando polvo de tiza en la sudadera. Huellas húmedas aparecieron sobre la moqueta, entrando desde la abertura de la carpa y no saliendo hacia ninguna parte. "Son nuestras", dijo Xavi, y luego, como si se desmintieron, se apartó un paso.

Bajo la lona que hacía de faldón, se adivinó la punta de una bota gigantesca; la tela respiraba con el viento y la bota asomaba, desaparecía, regresaba en el mismo sitio. Nadie lo dijo, pero todos lo vimos. A veces, cuando el goteo marcaba un compás, se oía algo como risa ahogada, una cosa corta, que podía ser agua golpeando en un cubo, o no.

La profesora propuso "la gallinita ciega" y nos venda los ojos por turnos con una bufanda mojada. No sé cómo se organiza la distancia en un lugar así: me tocó a mí buscar, y avancé con los brazos en cruz, no tanto por no tropezar como para medir el aire. La lona me rozó los nudillos; toqué cuerda áspera; di con una fila de asientos que en el mapa previo no estaba. Pasillos de tela se abrían y cerraban como si alguien, al otro lado, los cruzará con una tijera.

"¿Dónde estás?" pregunté sin pretensión de respuesta. Oí el cascabel, ahora a mi espalda. Y entonces (o tal vez antes, no confío en la cronología) me abrí camino hacia una pared que no existía cuando nos sentamos. Había allí un espejo con marco de madera pintado de dorado; la pintura descascarillada dejaba ver astillas. Me quité la venda sin pensar si estaba rompiendo el juego, y me vi. Me vi con un segundo de retraso. Hice un gesto torpe con la mano y la figura obedeció tarde, como si arrastrara sueño. Detrás de mi cabeza, por un instante, algo blanco se inclinó sobre mi hombro y se retiró. No puedo defenderlo con lógica: el cristal golpeó ligeramente, como si alguien al otro lado volviera a su sitio. 

Escuché mi nombre. Carla me había encontrado, supongo que porque me oí decir "vale, vale" sin querer. "¿Lo viste?", dijo, pero no explicó qué. Xavi no estaba con nosotros. Alguien (tal vez Lucas) dijo que lo había visto correr detrás de una cortina roja que colgaba oblicua. Fuimos tras la pista y pasamos una zona donde el suelo daba la sensación de caer un poco, como si caminamos sobre un colchón hinchado. Una cuerda cayó sola desde lo alto, con ese chasquido que hace el sisal cuando se libera. La vista se me nubló un momento, no por miedo; por ese resfriado estúpido que me había agarrado en el primer día. 

Encontramos a Xavi junto a un baúl con calcomanías viejas. Tenía las manos blancas de tiza hasta la muñeca. "¿Qué haces?", preguntó Carla, y él se miró las manos como si pertenecieran a otro. "Estaba… con un niño," dijo, y luego lo negó, riéndose. "Qué va. No había nadie". La profesora apareció por un túnel de lona que juraría que daba a otra parte; nos reunió con un par de palmadas.

Cuando salimos, la carpa parecía más pequeña vista desde fuera. Matías lo dijo con un hilo de voz que escapó antes de que recordara callarlo. Noté que las huellas en el barro marcaban dos tamaños de bota distintos: las nuestras y otras más grandes, que entraban por la misma rendija y se perdían en un círculo de agua. Quise fotografiar con la compacta que llevaba, pero la lluvia había empañado el visor; al final disparé a ciegas, por costumbre. El órgano sonaba todavía, detrás de la tela, pero el cascabel ya no.

La tarde siguió entre juegos repetidos y una caminata hasta los autobuses. Nadie habló demasiado del circo. Se suponía que debíamos escribir una redacción al volver a casa, algo sobre "contacto con la naturaleza". La mía fue un párrafo. No quise mentir.

A veces la memoria embellece; otras, acomoda. Años después, en una caja de mi madre, encontré la foto: cuatro figuras bajo chubasqueros transparentes, de espaldas, tierra oscura. La carpa al fondo, rosa pálido, con un desgarro en la curva. En el margen izquierdo, casi fuera del cuadro, se adivinaba una mano enguantada apoyada en una estaca, demasiado grande para ser de un profesor. Nadie de mi clase usaba guantes ese día; no había frío para tanto. Giré la foto: en el reverso, con bolígrafo Bic azul, alguien había escrito "Gracias por venir" con una letra redonda que no reconocí.

He comparado recuerdos con los otros: Matías jura que el interior tenía rayas y que la música fue cosa nuestra, que tarareamos. Carla insiste en que las sombras eran de una farola que nunca vimos, y que el nombre pintado no era ese que yo digo, sino otro. Lucas dice que no quiere hablar, y cuando lo hace menciona un olor a pastel viejo que le corta el apetito. Xavi, el más ligero de todos, se ríe y dice que lo que yo recuerdo es imposible, que ninguno tendrá tiza en las manos si no hay pizarras en un bosque, y luego se queda un segundo callado, como si oyera un cascabel donde estamos.

A veces, cuando llueve muy fino y la luz de la tarde se vuelve leche, me llega el olor dulzón por la ventana de la cocina, una cosa pegajosa como feria cerrada. Sé que la mayoría de los lugares son lo que son porque alguien los sostiene con su uso. Ese alguien faltó aquel día. Es posible que por eso la carpa nos adoptara por un rato, como si necesitara niños para seguir existiendo. Pienso en Kevincito muy poco, casi nunca, y sin embargo (cada tanto) oigo el órgano empezar la misma melodía que no se resuelve. Entonces guardo la foto donde no la vea nadie, me lavo las manos por tercera vez y me quedo mirando la sombra que hace el marco en la pared, que no coincide exactamente con la ventana.

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por Galaxia (2.236.885 puntos) hace
Aay me encantó

O séa un espíritu de payaso poseyó a Kevincito 😭

Me dio mucho miedo la parte del espejo.

Excelente como siempre Kev 🥰🤗

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por Galaxia (2.131.948 puntos) hace
Muy bueno.
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