La industrialización del arte (en este caso, la música) cambia el arte. Como pasó también con la fotografía, cuanto más mejora la técnica reproductiva del arte más disminuye la sensación de realismo y menos se sumerge uno en el “aquí y el ahora”. Tan solo hace falta visitar un concierto de un artista famoso para darnos cuenta de ello: están llenos de móviles disparando fotografías sin parar, alejándose completamente de vivir la experiencia. La excesiva fijación por la personalidad que hay detrás de la canción hace que se ignore el mensaje que de ella misma puede brotar, si es que lo hay ("Tumba la casa mami" no es ningún mensaje).
Esta incidencia de la industria cultural sobre la música tiene como consecuencia la imposición de un paradigma de la identificación y el gusto personal. A través de las diferentes productoras se generan mecanismos de identificación en los que la forma misma de entender la transmisión del contenido es más importante que el contenido en sí. Esto conlleva una consecuencia clara: la aceptación de lo que es dado por la industria cultural de forma inmediata e incuestionada. Lo que llamamos “cultura” es lo que se impone desde fuera al sujeto, convertido ahora en un objeto dependiente.
En otras palabras, La conducta valorativa se ha convertido en una ficción para quien se encuentra rodeado de mercancías musicales estandarizadas. El deseo o gusto musical y el orden de la crítica se han vuelto irreconciliables bajo la dictadura de la individualidad y el “ser uno mismo”.
En nuestra época es muy corriente que la música reggaetón se escuche en todos los lugares. Una persona, apelando a la originalidad de sus gustos, puede criticar la comercialidad del reggaetón ignorando por completo que la música que escucha él (supongamos, por ejemplo, rock) no es tan diferente de aquella música que critica. Esto se ve claramente cuando una discográfica de rock obliga a poner el estribillo de una canción antes del minuto 0:50 de la canción porque la capacidad de atención de las personas es finita y puede aburrirse de su escucha.
Por tanto, en vez de que eso se convierta en una esquina que pase desapercibida, debemos preguntarnos a quién interesa y por qué el hecho de que tantas canciones pongan su estribillo antes del minuto 0:50. Fíjense la próxima vez que escuchen una canción popular y verán que el estribillo, el chorus, suena seguramente antes del minuto 1 de canción. No hay construcción, es música hecha para entretener. También se ve claramente cuando ambos géneros comparten la misma estructura en sus canciones, o incluso los mismos acordes.
El artista no es sino un esclavo de esa discográfica que es todo menos independiente al imperio de la identificación. No hay libertad ni de parte del compositor ni de quien escucha, y eso sienta las bases de que el arte y la verdad no puedan volver a unirse cuando hay una mercantilización tan fuerte de lo artístico que derrota al artista y a su valentía, eso ya no importa, importa seguir las fórmulas exitosas (y lucrativas) de una discográfica.
Para terminar este ensayo quejoso, por supuesto, va una recomendación de lo que yo considero que es música que le huye a todo esto. Joy Division, un grupo de Post-Punk que cosecha un arte que no pierde la negatividad por el camino, un arte sin artista, sin envoltorio atractivo, sin prisa para cambiar de tema o para meter un estribillo. La música ha pasado a ser una cosa que cumple una función gracias a que el sujeto está desprovisto de capacidad analítica con aquello que escucha o ve.
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