En un pequeño pueblo rodeado de bosques densos y oscuros, la desaparición de una joven llamada Kimberly Nicole dejó a todos consternados. Era conocida por su belleza radiante y su amabilidad, pero su sonrisa se desvaneció una tarde de otoño, cuando salió para dar un paseo. Nadie la volvió a ver.
La búsqueda comenzó al caer la noche. Sus amigos y familiares, angustiados, recorrieron el bosque, gritando su nombre entre los árboles. Las autoridades registraron cada rincón, pero no había rastro de ella. Los rumores comenzaron a circular, algunos decían que un espíritu maligno habitaba el bosque, mientras que otros hablaban de un antiguo ritual que había atraído la oscuridad.
Una semana después de su desaparición, sus amigos decidieron investigar por su cuenta. Entre ellos estaba Sara, la mejor amiga de Kimberly. —Debemos hacer algo —dijo, con mucha determinación en su voz. Con linternas y una grabadora, se adentraron en el bosque, decididos a encontrar respuestas.
Mientras caminaban, la atmósfera se volvía cada vez más pesada. La brisa susurraba entre los árboles, como si la naturaleza misma estuviera advirtiéndoles. —¿No sienten que alguien nos observa? —preguntó Ger, uno de los amigos. Todos asintieron, sintiendo una presencia inquietante a su alrededor.
Después de varias horas, encontraron una cabaña abandonada en un claro. La puerta estaba entreabierta, y una extraña luz emanaba del interior. Sara, impulsada por una mezcla de miedo y esperanza, empujó la puerta y entró. Lo que encontró la dejó helada: la cabaña estaba llena de fotos de Kimberly, algunas tomadas sin su consentimiento. En las paredes, se podían ver recortes de periódicos sobre su desaparición.
De repente, escucharon un susurro. —¡Ayúdame! —La voz era débil y parecía provenir de un sótano. El grupo se miró, compartiendo miradas de pánico y determinación. Bajaron las escaleras y, al llegar al final, se encontraron con un cuarto oscuro y húmedo. Allí, en el centro de la habitación, había una figura encadenada, era Kimberly, pero no se veía como la recordaban, su cabello rubio estaba desordenado, y su mirada reflejaba un profundo terror. —¡Sáquenme de aquí! —suplicó, su voz temblorosa.
Sara se acercó y comenzó a desatar las cadenas, pero en ese instante, una sombra emergió de la oscuridad. Era una figura alta, envuelta en una capa oscura, con ojos que brillaban como brasas. —No la toquen —dijo con una voz que resonó en el alma de todos— Ella es mía.
El terror se apoderó del grupo. Kevin, en un intento desesperado, empujó a la figura, pero fue como chocar contra una pared invisible. —¡Corran! —gritó. Todos se dieron la vuelta y corrieron hacia la escalera, pero las sombras comenzaron a crecer, llenando el espacio.
Sara no podía dejar a Kimberly atrás. —¡No puedo dejarte! —lloró, mientras la figura se acercaba más. Kimberly, entre sollozos, gritó: —¡Ve! ¡No hay tiempo! —con un último vistazo, Sara se obligó a girarse y escapar.
Al salir de la cabaña, el aire parecía más ligero, pero el dolor en su corazón era insoportable. No lograron rescatar a Kimberly, y el eco de su grito quedó grabado en sus mentes para siempre.
Los días pasaron, y aunque el pueblo continuó buscando a Kimberly, la verdad sobre lo que ocurrió esa noche en la cabaña quedó oculta. Con el tiempo, las leyendas sobre la joven desaparecida se convirtieron en parte del folclore del pueblo, y la cabaña quedó abandonada, temida y evitada por todos.
Pero en las noches más oscuras, algunos afirman escuchar un susurro entre los árboles: “¡Ayúdame!”, una súplica eterna que resuena en el viento, recordando a todos que hay cosas en el bosque que nunca deberían ser desenterradas.
